lunes, 24 de octubre de 2011

Los enemigos del Estado y el caso mexicano


Adelantar la punibilidad a actos preparatorios, aplicar penas desproporcionadas y suprimir garantías procesales, todo esto en el marco de una legislación con una evidente tendencia de combate, cuyo pilar fundamental es la distinción entre individuos considerados personas e individuos que no lo son; si fuera posible obtener una radiografía del denominado Derecho penal del enemigo, éstas serían las partes más prominentes y visibles de su esqueleto. El Derecho penal del enemigo no busca el castigo como medio de retribución del delito ni utiliza la sanción como un medio de comunicación disuasivo, sólo el enfrentamiento liso y llano con los enemigos del Estado y su posterior eliminación. El Derecho penal es, probablemente, la versión moderna más cruda de la expresión de la fuerza del Estado a través del orden normativo.
El concepto de Derecho penal del enemigo arribó a la discusión jurídico-penal a mediados de los años ochenta de la mano de Günther Jakobs. Fue en las Jornadas de Profesores de Derecho Penal de 1985 en Alemania donde por primera vez Jakobs expuso la idea del Derecho penal del enemigo[1]. El concepto surgió, en primera instancia, como una herramienta de análisis referida a determinadas disposiciones contenidas en el Código Penal alemán, específicamente algunos tipos penales que anticipaban la punibilidad a actos preparatorios y que, por lo tanto, buscaban la eliminación del peligro potencial representado por el individuo y no el castigo de la conducta en sí. El Derecho penal del enemigo nació como un instrumento para criticar dichas disposiciones, sin embargo, con el paso de los años este modelo ha adquirido una imparable inercia que lo coloca como una salida, aparentemente viable, para hacer frente a los retos que el Derecho penal “tradicional” ha sido incapaz de solventar.
El Derecho penal del enemigo, no pretende remplazar al denominado Derecho penal ordinario, busca ser un complemento de éste último, una especie de brazo del Estado facultado para realizar acciones que el Derecho penal ordinario tiene vedadas. La coexistencia entre un Derecho penal del enemigo y otro dirigido a los ciudadanos ordinarios responde a la distinción controvertida que discrimina entre personas y no personas. Cuando las personas cometen delitos son sujetos del Derecho penal ordinario, un Derecho penal garantista resultado de años de evolución legislativa; por el contrario, las no personas son sometidas al Derecho penal del enemigo.
Dentro de la lógica del Derecho penal del enemigo la persona es distinta al ser humano. El ser humano se define como el producto de procesos biológicos, mientras la persona es el resultado de procesos sociales. Para que un ser humano pueda adquirir la categoría de persona requiere haber adquirido el compromiso de vivir en la sociedad, pero sobre todo cumplir con todos los deberes que éste implica. Quien no cumple sus deberes sociales no es una persona para el Derecho penal del enemigo. Por ello mismo las no personas son categorizadas como enemigos del Estado, por su manifestada y elegida perseverancia para vivir fuera del marco del Derecho o, en palabras de Bernd Müssig por “una falta permanente de fidelidad al ordenamiento jurídico.”[2]  Los enemigos deben ser castigados no sólo por sus actos, sino principalmente por su sola posición en la sociedad, por el peligro latente que representan, las no personas son enemigos del Estado y, por ende, de la estructura social, por el simple hecho de existir. El trato que se da a estos individuos no ofrece la posibilidad de aplicar medidas alternas, sino sólo su extirpación social, preferentemente antes de que su potencial peligrosidad se desate.
Todo lo anterior impone a la sociedad una peligrosa visión maniquea, los individuos son separados en buenos y malos, amigos y enemigos. El Derecho penal del enemigo establece una política criminal con tintes bélicos, cuyo fin es la protección del bienestar social a costa de la eliminación de unas cuantas amenazas. La historia hace sonar las alarmas, las legislaciones actuales parecen ignorarla. Aunado a esta idea de afirmar la identidad social a través de la creación de amigos y enemigos, existe la incertidumbre sobre los límites de la denominación del enemigo. Al aceptar una legislación del enemigo se abre irremediablemente la posibilidad de que cualquier individuo pueda entrar dentro de la misma dado que se trata de un derecho de autor y no de acto. El ámbito sustancial del Derecho penal del enemigo está abierto, pues no existen ni delitos de enemigos ni enemigos del Estado por antonomasia. Aquellos que se niegan a pagar impuestos, o aquellos que cometen afrentas contra los símbolos patrios pueden llegar a adquirir la calidad de enemigos por absurdo que parezca. No está de más señalar que hasta el día de hoy el Derecho penal del enemigo ha estado dirigido a terroristas, delincuentes económicos, narcotraficantes y, en general, a los individuos que forman parte de la delincuencia organizada; sin embargo subsiste la posibilidad de que nuevos tipos penales sean incluidos bajo el imperio de la razón de Estado cuyo único pretexto sea la estabilidad del orden.
El Derecho penal del enemigo constituye un escándalo para la lógica de protección de los derechos fundamentales, pues implica la suspensión de los mismos como una medida para lograr un sistema efectivo de combate a los peligros sociales, como si las garantías del imputado representaran lastres que entorpecen la actuación de la autoridad. La seguridad colectiva a costa de todo, incluso de los derechos de los individuos. Las implicaciones del Derecho penal del enemigo en el proceso generan de entrada una posición sumamente crítica, pues siguiendo la lógica de este modelo, el individuo aprehendido carece de la calidad de persona y, por lo tanto, carece de las garantías procesales propias de las personas, empezando por la presunción de inocencia, pues se le trata como enemigo sin haber comprobado aún su responsabilidad. Sólo basta la justificada necesidad de la autoridad para suspender sus garantías e impedir que éstas obstaculicen la tarea del Estado.
A partir de los acontecimientos terroristas de la década pasada el Derecho penal del enemigo ha adquirido un impulso que aparenta ser imparable. Aquellos eventos cuestionaron severamente la capacidad de los Estados para brindar efectiva protección a sus ciudadanos y también la eficacia de los medios con los que contaban para hacer frente a los nuevos enemigos de la sociedad. Como lo establece Bernd Müssig, “el Derecho penal del enemigo es el símbolo de un derecho penal ciudadano en crisis.” [3] El Derecho penal del enemigo germina con rapidez en Estados en crisis, donde la necesidad de seguridad es capaz de opacar a cualquier otra. Estos Estados han optado por hacerse de un nuevo brazo cuyo único objetivo sea aplastar al enemigo.
El caso de México es el de un Estado atrapado en una severa crisis social provocada por la política de choque que ha adoptado el gobierno en contra de la delincuencia organizada, primordialmente frente al narcotráfico. En México el Derecho penal del enemigo convenció a una gran mayoría sobre su viabilidad como instrumento para hacer frente a la realidad social y esta postura fue expresada en la reforma constitucional del 18 de junio de 2008. La reforma incluyó diversas disposiciones que se pueden catalogar dentro del modelo de Derecho penal que se ha venido analizando. La reforma elevó a nivel constitucional un Derecho penal de excepción estrictamente dirigido a la delincuencia organizada, que se convirtió así en el único tipo penal incluido en la Constitución. Por delincuencia organizada la Constitución, en su artículo 16, define a una organización de hecho de tres o más personas para cometer delitos en forma permanente o reiterada; estos son en el caso mexicano los enemigos del Estado. El poder judicial requería facilitarse la tarea de procesar  a los imputados por estos delitos[4] y, por lo tanto, se dotó de instrumentos procesales excepcionales como se muestra a continuación.
En México la contradicción es una constante, mientras la reforma constitucional de junio de 2008 presentó avances en materia procesal penal como el establecimiento de un sistema acusatorio que busca desplazar al antiguo modelo inquisitivo, también incluyó controversiales medidas que conservan y acentúan rasgos inquisitivos como las modificaciones de los artículos 16, 18, 19, y 20. El artículo 16 constitucional establece la utilización del arraigo, sin que medie acusación formal, hasta por ochenta días en contra de sujetos imputados por delincuencia organizada. Cabe señalar, que el arraigo era ya una figura procesal utilizada en México pero combatible a través del amparo; ahora al ser elevado a rango constitucional la posibilidad de utilizar el juicio de protección de garantías constitucionales para impugnarlo ha desaparecido. El mismo artículo establece plazos de detención excepcionales en los casos de delincuencia organizada; mientras a un delincuente ordinario se le puede detener ante el Ministerio Público hasta por 48 horas, si se trata de un caso de enemigos del Estado mexicano su detención se puede dar por un plazo de hasta 96 horas; la determinación de ampliarlo queda, como facultad discrecional, al arbitrio de la autoridad investigadora.  
El artículo 18 de la Constitución mexicana establece la posibilidad de restringir las comunicaciones que los imputados tengan con terceros durante el proceso. El mismo artículo contempla la garantía para cualquier sentenciado de compurgar su pena en centros penitenciarios cercanos a su domicilio, esto con el propósito de disminuir el drama penal. A partir de la reforma de 2008 se establece la imposibilidad de gozar de la garantía mencionada por parte de los sentenciados por delincuencia organizada, estos por el contrario están obligados a purgar sus penas en centros de reclusión especiales, donde serán sujetos a una vigilancia mucho más estricta.
El artículo 19 constitucional dispuso que los procesados por delincuencia organizada, no gocen de libertad bajo caución, pues oficiosamente se les será ordenada la prisión preventiva; esto último respondiendo a la gravedad de los delitos por los que se les acusa. Por su parte el artículo 20 apartado B fracción III del mismo ordenamiento dispone que los acusados por delincuencia organizada no podrán conocer la identidad de quien los acusa y se les podrá negar la posibilidad de llevar a cabo careos con sus acusadores o testigos, todo esto bajo la justificación del peligro potencial que estos delincuentes representan. La fracción V del apartado B del mismo artículo establece que por excepción en el caso de delincuencia organizada, las diligencias del Ministerio Público realizadas durante la fase de investigación tendrán valor probatorio aún cuando su desahogo no se haya llevado a cabo en la audiencia de juicio, esto último contrariando la regla general que establece que, para efectos de la sentencia, sólo las pruebas desahogadas en presencia del juez podrán ser valoradas.
El sistema penal mexicano había seguido en los últimos años una tendencia de endurecimiento, llegando a establecer penas de hasta setenta años en el caso del delito de secuestro, y leyes especiales para el combate de los enemigos del Estado como la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, la reforma del 2008 simplemente viene a confirmar esa tendencia. Las modificaciones aprobadas buscan dotar al gobierno de instrumentos eficaces para enfrentar a la delincuencia, cabe ahora preguntar a qué costo y, sobre todo, cuestionarse sobre las nuevas posibilidades que se desbocan una vez que se introducen legislaciones marcadamente maniqueas; ejemplo claro de esto último serían las modificaciones que actualmente se encuentran en debate en el legislativo y que buscan reformar la Ley de Seguridad Nacional dotando al Ejecutivo y a las fuerzas armadas de facultades extraordinarias so pretexto de proteger los intereses de la nación.  Este tipo de legislaciones expresan una falta de imaginación de parte del legislador e incluso intenciones perversas. Cuando el enfrentamiento parece la única alternativa, es tiempo de recular y analizar por qué se ha llegado hasta este punto y qué habría que corregir antes de desatar el brazo demoledor del Estado.
 Referencias
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[1] AA.VV., Derecho penal del enemigo: el discurso penal de la exclusión, t. 2, España, Edisofer, 2006, p. 391
[2] AA.VV., Derecho penal del enemigo: el discurso penal de la exclusión, t. 2, op. cit. p. 388.
[3] AA.VV., Derecho penal del enemigo: el discurso penal de la exclusión, t. 2, op. cit. p. 371.
[4] ZEPEDA LECUONA, Guillermo, La reforma constitucional en materia penal de junio de 2008, Claroscuros de una oportunidad histórica para transformar el sistema penal mexicano, Análisis Plural, no. 3, 2008, pp. 6-7.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Desobediencia que construye

Debiéramos ser hombres primero y ciudadanos después.”
-H.D. Thoreau
La desobediencia civil es un tema que se aborda poco o nada en la mayoría de las clases de derecho. Probablemente este tratamiento se deba a que la desobediencia civil se encuentra en el margen en el cual se difuminan aquellos principios que dictan la incondicional obediencia a las normas jurídicas y aquellos otros que recomiendan lo contrario. Es un tema delicado, sin duda, y que no debe ser tomado a la ligera, pues para que la desobediencia civil logre operar idóneamente no requiere simplemente la intuición que advierte que se comete una injusticia y el deseo de combatirla sino también un estricto apego a ciertas condiciones que la diferencian de otras formas de disidencia. En la línea de pensamiento de Thoreau[1], uno de los primeros en teorizar sobre la desobediencia civil, existen momentos en los cuales el individuo debe decidir si se es primero ser humano o ciudadano; cuando se elige ser humano antes que ciudadano nace la desobediencia civil.
La definición más aceptada de desobediencia civil es aquella proporcionada por Hugo Adam Bedau (1963) que establece que alguien comete un acto de desobediencia civil si, y sólo si, sus actos son ilegales, públicos, no violentos y conscientes, realizados con la intención de frustrar leyes, programas o decisiones del gobierno. A esto último, sumaría que el objetivo de la desobediencia civil no es solo frustrar una ley o programa de gobierno, sino también buscar su cambio, debido a que es una norma evidentemente injusta, y que por lo tanto no está de acuerdo con lo que establecen la mayoría de las normas del sistema.[2] De acuerdo con la definición proporcionada por Bedau, esta lucha está sujeta a condiciones específicas: ilegalidad, publicidad, no violencia y consciencia; presupuestos esenciales que la diferencian de otras figuras más radicales como la revolución.
El acto de la desobediencia es evidentemente ilegal, tanto que quien lo comete acepta sin reparo las consecuencias jurídicas de sus acciones; esto último con el propósito de que la sanción que se le imponga evidencié la irracionalidad de la injusticia que combate. Por desobediencia, en este caso, se entiende la “transgresión o infracción de una determinada previsión normativa en vigor, emanada por el poder público” (Ugartemendia, 1999, 43). Cabe señalar que no es forzoso desobedecer la norma considerada injusta, también se puede desobedecer cualquier otra norma del sistema jurídico. Sin embargo, aunque ilegal, la desobediencia civil es legítima. La legitimidad del acto reside en el hecho de que se apela a una justificación de naturaleza política, a la concepción de justicia sobre la que se construyó el orden jurídico y que está siendo vulnerada. Sobre la abstención del uso de la violencia, éste es un requisito que ayuda en cierto grado a “disminuir” los efectos negativos de la desobediencia a la ley y, por lo tanto, obedecer, en términos de Ronald Dworkin, la ley más allá de la ley. La no violencia no da lugar a la posible justificación, por parte del gobierno, del uso de la violencia en contra de la desobediencia. Tanto la no violencia como la aceptación del castigo son los elementos que dan testimonio de la fidelidad a la ley, en términos laxos, por parte del desobediente.
Por otra parte, el carácter de publicidad es, desde mi perspectiva, la columna vertebral de la desobediencia civil pues ésta sería infructuosa si se quedara oculta en las sombras; precisamente porque busca resaltar la injusticia, la desobediencia debe utilizar todos los medios que le permitan darse a conocer a la mayor cantidad de personas posible. La publicidad del acto es el único medio realmente efectivo para lograr incidir sobre la injusticia de determinada norma jurídica; a través de la creación de conciencia en los demás ciudadanos y, por ende, la generación de presión social, se puede llegar a derogar la norma y lograr el objetivo de la desobediencia. La publicidad debe buscar dar a conocer no sólo la acción desobediente sino, principalmente, los fines de esa acción. El carácter de publicidad es el punto determinante en la consecución o no del objetivo del desobediente, entre más se exponga su caso hay más posibilidades de que se pueda convencer de la existencia de una injusticia a quienes se mantienen reticentes, apáticos o desinformados.
Es importante reafirmar que aunque esta figura implica la consciente desobediencia a la ley, quien la manifiesta continúa siendo fiel al orden jurídico vigente en términos generales. La desobediencia busca ser un mecanismo de modificación de un aspecto específico del sistema jurídico. El desobediente se encuentra en una clara disidencia con determinada ley o acto de gobierno, pero expresa con la abstención de la violencia, como ya se había mencionado, su acuerdo con la necesidad del orden jurídico existente. Allí radica la diferencia clara con otras figuras como la revolución, que lo que busca es una transformación total del orden jurídico y la creación de uno nuevo. “(…) a la desobediencia civil no le interesa hacerse con el poder del Estado, le interesa que el poder del Estado se subordine al poder civil” (Lima Torrado, 2000, 68). Por otra parte, la diferencia con la figura de la objeción de conciencia radica especialmente en que “al justificar la desobediencia civil no apelamos a principios de moral personal o a doctrinas religiosas… por el contrario invocamos la concepción de la justicia, comúnmente compartida, que subyace en el orden político” (Rawls, 1995, 333).  La objeción de conciencia responde a criterios meramente personales, ya sean de naturaleza religiosa o moral, con los cuales no se puede intentar convencer a la mayoría ni usarlos como argumentos para la modificación de normas jurídicas. No está de más señalar que es posible que la objeción de conciencia coexista con la desobediencia civil, esto es cuando sus fines coinciden.
El problema de la obediencia a las normas en un sistema democrático es abordado por Rawls (1995, 326) cuando afirma “aunque los ciudadanos someten su conducta a la autoridad democrática, es decir, reconocen que el resultado de una votación establece una regla obligatoria, no someten a ella su juicio.” Me parece trascendental la afirmación de Rawls, pues de entrada parecería que la desobediencia civil sólo puede tener lugar en regímenes totalitarios, construidos desde el inicio sobre la base de violaciones a derechos fundamentales; sin embargo la desobediencia civil también puede ser usada y, recalco, debe ser usada especialmente en regímenes democráticos. Es más, en regímenes totalitarios es muy factible que la desobediencia civil sea ineficaz, pues es mucho más fácil para este tipo de Estados silenciar impunemente a sus opositores.[3] Ni siquiera en un régimen democrático, supuestamente construido sobre bases de protección a los derechos fundamentales, el ser humano puede entregar su capacidad de raciocinio a la decisión de la mayoría; siempre se corre el peligro de dejar de reflexionar sobre lo que obedecemos, la humanidad ha tenido ejemplos suficientes de los peligros de la obediencia ciega.[4]
Surge inevitablemente el problema de definir cuándo está políticamente justificada la disidencia hacia la norma, cuándo se puede considerar una norma injusta. Siguiendo el concepto de injusticia que ofrece Rawls (1995) existen dos maneras en las que se puede producir: cuando los acuerdos difieran de las normas públicamente aceptadas, consideradas como justas, o que aunque estos acuerdos se adecuen a la concepción predominante, esta concepción sea irracional. Precisamente Ugartemendia (1999) señala que el calificativo “civil”, en el concepto que se aborda en éste ensayo, responde a que una persona que realiza un acto de infracción de una norma jurídica puede no estar incumpliendo la obligación política que le corresponde como parte de la de la comunidad a la que pertenece; es decir, la transgresión de una obligación jurídica no implica necesariamente la transgresión de una obligación política. Siguiendo el pensamiento de Rawls, en este caso, la obligación política sería la de defender la idea de justicia sobre la que se fundó la sociedad.  Cabe señalar que la desobediencia civil se justifica sólo cuando todas las vías legales se han agotado, es decir, cuando la norma injusta no puede ser combatida de otra manera. Por ello resulta un “medio de establecer, dentro de los límites de la fidelidad a la ley, un último recurso para mantener la estabilidad de una constitución justa” (Rawls, 1995, 334). Es importante añadir, que aunque la justificación de la desobediencia civil sea política, tiene una inherente carga ética; el ciudadano que advierte una injusticia flagrante tiene la responsabilidad de actuar, de lo contrario su pasividad lo convierte en cómplice. Desde mi perspectiva la desobediencia civil se encuentra en la actualidad, al menos en México, en un punto álgido donde su eficacia y viabilidad son severamente cuestionadas; esto principalmente porque -las actuales- son sociedades divididas, donde muchas veces lo “injusto” no lo es tanto para todos y aún las más profundas convicciones son incapaces de convencer a todos.  
La desobediencia civil aparece como una herramienta latente de construcción para obligar que el orden jurídico respete las bases del consenso a través del cual se construyó. Según Lima Torrado (2000) la desobediencia civil tiene los dos elementos estructurales de la utopía, una dimensión destructiva y una dimensión constructiva. Irónicamente, la desobediencia civil destruye para construir; la responsabilidad recae en los actores que llevan a cabo la deconstrucción del sistema, en su capacidad para afrontar el reto de exponer argumentos convincentes y mantenerse imperturbables ante la coacción del sistema legal, ejemplos así los hemos visto a lo largo de la historia-Gandhi, Martin Luther King Jr., Rosa Parks, entre otros-pero igualmente la historia demuestra que sólo de vez en cuando llegan personas capaces de transformar sociedades con el ejemplo.
Bibliografía
Bedau, H. A. (1961). On civil disobedience. The Journal of Philosophy , 58 (21), 653-665.
Lima Torrado, J. (2000). Desobediencia civil y objeción de conciencia. México: CNDH.
Rawls, J. (1995). Teoría de la justicia. México: FCE.
Singer, P. (1985). Democracia y desobediencia. Barcelona: Ariel.
Ugartemendia, J. I. (1999). La desobedencia civil en el Estado constitucional democrático. Madrid: Marcial Pons.



[1] En 1846 Henry David Thoreau se negó a pagar impuestos al gobierno de EEUU, debido a su oposición a la guerra contra México y la esclavitud, por lo que fue encarcelado.
[2] Aquí sigo a John Rawls quien aborda el problema de la desobediencia civil en sociedades  “razonablemente” justas; una sociedad bien ordenada en su mayor parte, pero en la que, no obstante, ocurren graves violaciones de la justicia.
[3] Ejemplo de esto fue el grupo universitario La Rosa Blanca, quienes realizaron actos de desobediencia civil en contra del régimen nacional-socialista de Hitler; bajo un juicio inquisitorial la mayoría de sus miembros fueron condenados a muerte.
[4] En esto también me parece pertinente incluir a Singer (1985) cuando afirma sobre la desobediencia civil en Estados democráticos que el hecho de que cada ciudadano tenga un voto en plano de igualdad es insuficiente para asegurar que el sistema funcione como un compromiso justo para las partes.

Cárcel ¿Historia de un fracaso?

 “Sobre un cadalso que allí habrá sido levantado (deberán serle) atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con el que cometió dicho parricidio quemada con fuego de azufre, y sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera y azufre fundidos juntamente y a continuación su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos…” (Foucault, 1976, 11).
El fragmento incluido narra detalladamente el castigo sufrido por Robert François Damiens en 1757 por tentativa de homicidio contra el rey de Francia Luis XV. Cabe señalar que la mención de “parricidio” se debe a que al rey se le equiparaba con el padre; este delito era considerado, en la Francia pre revolucionaria, como el de mayor gravedad pues además del evidente perjuicio causado hacia la víctima, atentaba contra el soberano de cuya voluntad emanaba la ley.  Damiens no logró su objetivo pero eso no impidió que fuera objeto de una espantosa maquinaria de dolor. Este método del castigo resulta, en la actualidad, escandaloso, indignante y por demás cruel. Sin embargo esa forma de castigar tenía detrás de sí todo el desarrollo de una  técnica y una finalidad claramente establecida: la prevención del delito por medio de la exposición pública del dolor; la certeza del castigo, ejecutado a la vista de todos, para así inhibir a cualquiera de cometer una acción similar.
La historia reciente del castigo es una que va de la crueldad sistematizada que se aplica sobre el cuerpo a un método que busca por medio del encierro el reencauzamiento de las conductas: la cárcel. La razón fundamental  del cambio en la forma de castigar fue la necesidad de limitar lo que parecía ser un poder desmedido, un ejercicio despótico del castigo que hacía parecer a los aplicadores de la justicia mucho más crueles que el delincuente. El derecho de castigar no podía continuar siendo ilimitado y arbitrario. Como Michel Foucault apunta (1976) el cuerpo dejó de ser directamente el objeto del castigo y se convirtió en un instrumento a través del cual se castiga al “alma”, a través del cual se priva al ser humano del derecho a la libertad con la finalidad de sujetarlo a una reeducación forzada. El castigo deja de ser ese abominable conjunto de técnicas del sufrimiento y se convierte en la “simple” suspensión de un derecho.
El poder de castigar dejó de pertenecer al soberano, en la figura del rey, y pasó a ser un poder que le pertenece a la sociedad entera, el “por qué” del castigo se puede entender a través de la figura del contrato social, pues el delincuente rompe con las obligaciones contraídas en el contrato y por lo tanto se encuentra sujeto a las consecuencias previstas. El análisis planteado por el presente ensayo versa sobre el “cómo” castigar; problema que, en la actualidad, parece tener una sola respuesta: la cárcel. El encarcelamiento se generalizó como forma de castigo a lo largo del siglo XIX; surgió como una nueva alternativa que hacía ver lejanos los años del patíbulo y del espectáculo público de la tortura. La prisión homogeneizó la forma de castigar, modificó su objeto, cambio sus métodos, y además le dotó de una nueva justificación. La cárcel se planteó una finalidad que para los grandes reformadores del siglo XIX parecía “humanizar” el castigo: la readaptación. La cárcel iba más allá de ser considerada la “consecuencia necesaria” del delito sino que además se “elevaba” por el objetivo que se planteaba.
La privación de la libertad no tuvo desde el principio el objetivo de “readaptar” a los presos, sino que ésta fue una función que se añadió posteriormente. Fue entonces cuando nació la prisión como un aparato que busca reformar al individuo. Se presentan los elementos de la prisión tales como el encierro, la vigilancia, el trabajo y la disciplina como los presupuestos del cambio, como los medios a través de los cuales se convertiría a los y las delincuentes en sujetos “útiles” para la sociedad. La siguiente es una descripción de lo que debía entenderse como las funciones del aparato carcelario: “Debe ocuparse de todos los aspectos del individuo, de su educación física, de su aptitud para el trabajo, de su conducta cotidiana, de su actitud moral, de sus disposiciones; la prisión, mucho más que la escuela, el taller o el ejército, que implican siempre cierta especialización es omnidisiciplinaria. Además la prisión no tiene exterior ni vacío; no se interrumpe, excepto una vez acabada totalmente su tarea; su acción sobre el individuo debe ser ininterrumpida: disciplina incesante.” (Foucault, 1976, 238). La prisión debía ser una maquinaria de transformación, y el delincuente, el sujeto de todas estas técnicas de disciplina con el objetivo de crear una nueva persona con hábitos beneficiosos para la sociedad.  La readaptación como justificación del castigo se incluye en el sistema penal mexicano; el artículo 18 de la Constitución mexicana es explícito: “Los gobiernos de la Federación y de los estados organizarán el sistema penal, en sus respectivas jurisdicciones, sobre la base del trabajo, la capacitación para el mismo y la educación como medios para la readaptación social del delincuente.” Sin embargo resulta evidente para quien tenga una noción o conocimiento apenas somero sobre la situación de la cárcel en México que se está muy lejos de lograr una readaptación de los encarcelados.
Desde que su uso se generalizó las prisiones fueron objeto de diversas críticas. Entre éstas se encontraba su incapacidad para responder a la especificidad de los delitos, aspecto que era utilizado por otros como una ventaja, precisamente la homogeneidad del castigo. Otras críticas apuntaron que carecía de los mismos efectos represivos que ejercía el patíbulo sobre el público. Argumentos que parecen mucho más acertados son esos que señalan su alto costo de mantenimiento, o el hecho de que mantiene a los presos en el ocio y por lo tanto funciona como catalizador de vicios. La cárcel expone a los presos a la discrecionalidad de sus custodios bajo la impunidad de la oscuridad del encierro, generando incertidumbre sobre lo que realmente sucede dentro. Otro argumento convincente es aquel que establece que la prisión no respeta la individualización del castigo, pues sus consecuencias se expanden hacia la familia del preso; tan solo las necesidades económicas que surgen del mantenimiento de un pariente en prisión tienen efectos desastrosos en las familias, que en su mayoría son de escasos recursos. A todos estos argumentos se debe agregar, además, el de la falta de clasificación de los internos e internas que hace de los reclusorios escuelas del delito; muchas veces aquellos que entran por un delito menor terminan, por el inevitable contacto con otros presos, convertidos en criminales profesionales en potencia.
Las condiciones en las cárceles están lejos de ser las idóneas para lograr la “readaptación”. Para noviembre de 2010 la población penitenciaria total en México ascendía a 222 330 individuos, lo que significa, según la capacidad de las cárceles en el país, que existe una sobrepoblación de 40 749 individuos.[1] El hacinamiento aumenta exponencialmente los problemas de la prisión; quienes se encargan del “correcto” funcionamiento de dichos centros ven rebasada su capacidad para hacerles frente. La sobrepoblación obliga, según testimonios reales, a presos a dormir amarrados  de pie por la falta de camas, ya que la corrupción ha hecho de las camas un lujo imposible para la mayoría de ellos. El maltrato a los presos por parte de los custodios, aquellos supuestos encargados de su rehabilitación, y por parte de otros presos, obliga a los internos a vivir en un estado de permanente desasosiego y a entrar en una batalla por la prevalencia. El tráfico de droga y la corrupción que cínicamente se expone en los penales no genera el ambiente de moralidad que se necesita para la verdadera reeducación de los presos. La ociosidad generada por la incapacidad de ofrecer trabajo a todos los internos los entrega a una vida llena de tedio y se encuentra lejos de crear hábitos beneficiosos en el individuo. La realidad de las cárceles está muy lejana de aquella que idealizaban los reformadores del siglo XVIII y XIX.

Para marzo del año 2010, 10 811 de los 40 213 internos en el Sistema Penitenciario del Distrito Federal eran reincidentes, esto da un índice de reincidencia del 26.9%.[2] Según esto, prácticamente uno de cada tres individuos que purga una pena en prisión vuelve a ella, mostrando un fracaso en la readaptación. En otros países el problema de la reincidencia es aún mayor, por ejemplo en Brasil donde se estima que del 70 al 85% de los presos liberados regresa a prisión.[3]Las razones de esa relación de causalidad son variadas y pueden diferir en su naturaleza: el preso considerado como potencialmente menos peligroso termina siendo reclutado por facciones criminales dentro de la prisión con el fin de sobrevivir a la realidad de la vida en prisión y luego regresa a la delincuencia cuando es liberado; el preso es completamente embrutecido por el trato inhumano que recibe y pierde cualquier perspectiva de una vida fuera de la delincuencia; el recluso no recibe formación profesional u orientación para que pueda ganarse la vida mediante el trabajo después de ser liberado...”(Barcellos, 2010).

La cárcel lejos de readaptar a la población carcelaria simplemente genera miles de personas que, una vez liberadas, son arrojadas de nuevo a la sociedad para ser objeto de discriminación; aunque ya no existen penas que impongan marcas físicas sobre los presos ahora éstos son objeto de un distinto tipo de señalamiento que les impide reintegrarse plenamente a la sociedad, son estigmatizados. Además existe el problema de aquellos individuos que, sin hablar metafóricamente, nunca fueron parte de la sociedad, aquellos que viven excluidos y marginados por factores como la pobreza. Ellos y ellas que nunca estuvieron “adaptados” a la sociedad; surge entonces inevitablemente la cuestión ¿Cómo readaptar a quien nunca estuvo adaptado a la sociedad? Es evidente que la mayoría de los internos e internas forman parte de un grupo social relacionado con problemas de pobreza, falta de educación y en general falta de oportunidades. La prisión, entonces ejerce, mayor presión sobre aquellos grupos que desde antes de estar en ella son excluidos de la sociedad. “Cualquier explicación del castigo que le dé un lugar central a la justicia del castigo al ofensor debe enfrentar el problema de si podemos castigar de modo justo a sujetos cuyas ofensas se encuentran estrechamente vinculadas con injusticias sociales serias que han sufrido”(Duff, 1998, 197). Como señala Roberto Gargarella (2010) existe un vínculo estrecho entre la justicia penal y la injusticia social. Todo esto sin considerar la enorme cantidad de gente inocente que se encuentra recluida debido a la ineficacia, corrupción y prácticas ilegales que operan en el aparato judicial.

¿Superó la cárcel realmente al espectáculo público del patíbulo? O ¿Es la cárcel un espectáculo de tortura reservado, por el encierro, para unos cuantos? Precisamente para tratar de dar soluciones a la realidad de las prisiones surge ahora, quizás como surgieron hace más de doscientos años los movimientos “humanizadores” de la pena, medidas alternativas que no implican la prisión forzosa para todo tipo de delitos y por lo tanto las consecuencias negativas en el delincuente. La dicotomía crimen-prisión que tan arraigada está en la conciencia colectiva y en el sistema legal puede cambiar principalmente para crímenes no graves o cuya índole permita otro tipo de reparación del daño. Lo que parece esperanzador para el autor es que aparentemente el desarrollo de las formas de castigar es progresivo. El problema de la criminalidad no es uno que se resuelva con castigos espeluznantes; la mayor batalla contra el crimen tampoco es aquella que se libra en las calles, sino que debería ser un combate a la desigualdad y falta de oportunidades. Es necesario analizar a la población en general y combatir esos factores que inciden en la inclinación de determinadas personas hacia el delito.
Referencias
Barcellos, A. P. (2010). Violencia urbana, condiciones carcelarias y dignidad humana. Recuperado el 20 de enero de 2011, de Yale Law School: http://www.law.yale.edu/documents/pdf/sela/Barcellos_Sp_CV_20100513.pdf
Duff, R. (1998). Law, Language and Community: Some Preconditions of Criminal Liability. Oxford Journal of Legal Studies , 18 (2), 197.
Foucault, M. (1976). Vigilar y castigar, nacimiento de la prisión. México : Siglo Veintiuno Editores.
Gargarella, R. (2010). La coerción penal en contextos de injusta desigualdad. Recuperado el 20 de enero de 2011, de Yale Law School: http://www.law.yale.edu/documents/pdf/sela/Gargarella_SP_CV_20100506.pdf


[1] Según “Estadísticas del Sistema Penitenciario Federal” de la Secretaría de Seguridad Pública publicadas en noviembre de 2010.
[2] Según indicadores de del Sistema Penitenciario del Distrito Federal disponibles en: http://www.transparencia2008.df.gob.mx/work/sites/Transparencia/resources/LocalContent/288/2/FraccIIIIndicadorGest2010SRIADGOB.pdf
[3] Según información del Ministerio de Justicia de Brasil disponible en:  http://portal.mj.gov.br/data/Pages/MJ47E6462CITEMID38622B1FFD6142648AD402215F6598F2P
TBRNN.htm


viernes, 18 de febrero de 2011

¿Qué sobra para ser feliz?

Seguramente más de una vez te has preguntado sobre la felicidad, sobre tú felicidad, y aunque puede resultar relativamente fácil dar respuesta a si se es feliz, seguramente te has encontrado con lo difícil que resulta conceptualizar lo que significa ser feliz. ¿Qué presupuestos implica la felicidad? ¿Qué basta para ser feliz? ¿Qué sobra para serlo? Pues así como todos lo hemos hecho alguna vez, el hombre se ha planteado estas preguntas repetidamente por cientos de años; en algunas ocasiones las respuestas han sido tan convincentes que han marcado corrientes de pensamiento que logran perdurar siglos, otras tan efímeras como un verano del amor.
Los antiguos griegos han sido reconocidos históricamente por su capacidad para especular y dar respuestas a los grandes cuestionamientos de la existencia. Resulta interesante descubrir como a milenios de la existencia de aquellos pioneros del pensamiento, sus ideas se han esparcido y se han enraizado en la conciencia colectiva, resultándonos muchas veces tan comunes que perdemos la noción de que hubo quienes las pensaron por primera vez.
Entre las múltiples escuelas de pensamiento de la Grecia antigua, existe una que atrajo especialmente mi atención por la forma de concebir a la felicidad. Schopenhauer, filósofo alemán del siglo XIX, afirma en su obra cumbre El Mundo como Voluntad y Representación “que el desarrollo perfecto de la razón práctica en el verdadero y auténtico sentido de la palabra, la más alta cima a que el hombre puede llegar por el mero uso de la razón es el ideal del sabio estoico.” El estoicismo fue la escuela de pensamiento creada por Zenón de Citio alrededor del año 310 a.C. La palabra estoico en el uso que se le da en la actualidad invita a pensar en una persona ajena a las emociones, indiferente al placer y al dolor. Sin embargo, el estoico no era precisamente un hombre apático sin más, sino uno que a través de la reflexión de su realidad lograba superar los obstáculos que podrían angustiarlo para así alcanzar la tranquilidad que funciona como el presupuesto suficiente para la felicidad. Ataraxia era como denominaban el estado de paz interior y de tranquilidad del espíritu, a la ausencia de turbación, a la felicidad.
La felicidad, o ataraxia, no es un don divino ni natural sino resultado de la reflexión propia del ser humano. Los analíticos estoicos advirtieron que la turbación que ocasiona el sufrimiento en el hombre es resultado de la frustración, de las expectativas que no se alcanzan, de los deseos que no se colman, de las respuestas que no se obtienen. Los estoicos por lo tanto dedujeron que la felicidad consiste en el equilibrio entre las aspiraciones y los medios con los que se cuente para alcanzarlas. Por lo tanto se pueden reducir las aspiraciones, o mejorar los medios para lograr las menores decepciones y colmar más deseos.
La ética estoica no encuentra el fin en la virtud, contrastando con el posterior pensamiento cristiano, sino que la conducta virtuosa es el medio para alcanzar el verdadero fin: la felicidad. La ataraxia se encuentra al final del camino trazado por la virtud. La virtud consiste, desde mi perspectiva, en la capacidad de reflexionar sobre las metas y los límites, entre saber distinguir entre los objetivos alcanzables y los imposibles, entre lo predecible y lo imponderable.  El paso trascendental para lograr la tranquilidad y paz interior es lograr por medio de la reflexión diferenciar entre aquello que depende del individuo y aquello que se encuentra fuera de sus posibilidades. Aceptar que existen ambiciones que no pueden ser alcanzadas porque no dependen del hombre ayuda a eliminar el sufrimiento provocado por la angustia. Se debe por lo tanto ignorar aquello que no depende de nosotros y por medio de la voluntad como lo presenta Schopenhauer enfatizar en aquello que depende de nosotros. Al final, la felicidad depende del individuo, de sus aspiraciones y de las acciones que su voluntad tome para lograrlos.
La idea actual del estoico, como un ser ajeno a los sentimientos, está basada en la noción del estoico que una vez que ha alcanzado un objetivo no se entrega al disfrute indiscriminado de la satisfacción pero tampoco cuando sus medios fracasan para lograr objetivos se hunde en el dolor de la decepción. El hombre estoico se mantiene templado en sus emociones porque sabe que el placer que otorga el alcanzar una meta no es eterno, y también que la frustración es inútil cuando se trata de objetivos inalcanzables.  El estoico se encuentra un paso adelantado a las emociones, las siente sí, pero no permite que estas desequilibren su ataraxia.
Como se puede advertir, el hombre actual está acostumbrado a escuchar y repetir un concepto de la felicidad muy parecido al enunciado por los estoicos, lo que resulta reflexivo es el saber que no siempre se concibió a la felicidad de ésa manera, que hubo quienes “crearon” esa concepción de la felicidad y que ésta se ha generalizado a través del tiempo. El pensamiento estoico reivindica al ser humano, y lo empodera con la posibilidad de la felicidad. Lo difícil es, desde mi perspectiva, desechar lo inalcanzable, convencerse de que hay cosas que no se pueden obtener y dejar de angustiarse por ello. En contraste con el ideal estoico, coincido con el filósofo danés Sören Kierkegaard cuando sentencia que “El hombre lo es más cuanto más se angustia”.