lunes, 15 de noviembre de 2010

El país que se nos entregó

Cuando pienso en la revolución mexicana, me cuesta imaginar un México capaz de salir a las calles a combatir ¿Cuántos mexicanos estarían dispuestos a lanzarse hoy a la guerra con la esperanza de mejorar su vida? Muy pocos serían capaces de arriesgar lo poco que tienen y esto resulta totalmente comprensible. Los mexicanos que pelearon la revolución eran hombres despojados, lo único que no estaban dispuestos a perder era la dignidad, pues ya no tenían nada más. Vivir en la miseria o no vivir, la respuesta parece sencilla. Aunado a esto, la historia ha enseñado que las revoluciones, insurrecciones, alzamientos o como sea que se les denomine son sólo periodos de inestabilidad entre el final de un régimen dominante y el comienzo de otro que al final parecen ser solo el cambio de una cúpula de poder por otra. ¿Realmente era mejor la URSS de Stalin que la Rusia zarista? ¿Quién se atrevería a ponerle el mote de tiranía a una en lugar de la otra? El difamado Porfirio Díaz gobernó la inaceptable y ridícula cantidad de treinta años y los que lo quitaron se quedaron setenta…

Planteo, entonces, la pregunta que nos atañe ¿Es realmente mejor el México de la actualidad que el México de Díaz? ¿Cuánto del México que desearon reformar con la revolución se ha hecho realidad y cuánto se ha quedado ahí en el mundo distante de los anhelos? La generación de mexicanos que crecemos en el México de las conmemoraciones centenarias, miramos con recelo el “triunfo” de las revoluciones y creemos poco de lo que ellas lograron. ¿Cuánto realmente conocemos de la revolución mexicana? ¿Cuánto sobre esa historia que se nos ha enseñado en los libros de texto es verdad? ¿Cuánto podemos creer sobre aquellos hombres cuyas virtudes fueron exaltadas y aquellos otros cuyas virtudes fueron ignoradas? Como en la mitología, las grandes figuras de los revolucionarios constituyen los espíritus indomables que dieron forma a la nación, todo para que ahora cuando miramos aquellas estatuas infranqueables sintamos un dejo de amor por la patria. Bien se hace en afirmar que no existen hechos sino solo interpretaciones. ¿Cuál es entonces la interpretación correcta de la revolución mexicana? Es imposible dar una única respuesta.

Si algo debe rescatarse de la revolución es la creación de la actual Constitución que por primera vez en la historia incluyó un capítulo especial dedicado a las garantías individuales, y que incluyó derechos sociales de los grupos desprotegidos, aquellos grupos que fueron el empuje detrás de todo el movimiento revolucionario: campesinos y obreros. Lo lamentable es que a cien años de la revolución podemos afirmar que el reconocimiento fue tan solo legal y nunca se materializó plenamente en el mundo fáctico. La justicia social que buscaba la revolución sigue ahí, latente mientras estira la mano, esperando a la generación de mexicanos que finalmente la alcance. ¿Realmente la revolución colocó a México sobre peldaños escalonados hacia una convivencia armónica donde reine la igualdad, la justicia y la libertad? El tridente utópico referido se ve todavía como una imagen muy lejana, con tanta interferencia, periodos de odiosa estática y tan poco nítida que es necesario no sólo golpear la televisión para verla un poco mejor, sino meter los dedos en el mismo cerebro de la máquina (con el riesgo de llevarnos una que otra descarga).

La juventud esta hastiada de las manifestaciones violentas; además la realidad cotidiana obliga, lamentablemente, al joven a olvidarse de las ideas de emancipación, del sueño de convertirse en transformador social, pues se nos lanzan a diario el mensaje de que no se es más que otro eslabón. Siento que la generación de jóvenes actuales es una generación un tanto desilusionada, hemos crecido en un país que aspira pero que pocas veces logra. Nuestros héroes nunca han sido personas de carne y hueso, sino estatuas de bronce de personas que no vivieron lo suficiente para dejar de ser consideradas como tales. En la historia mexicana la muerte parece ser condición de grandeza, pocos estarían dispuestos a pagar tan alto precio para convertirse en un monumento. Si algo sabemos los jóvenes de México es que la mayoría de las veces la guerra logra poco a costa de mucho. La violencia no es la opción para el cambio, el único lugar donde las revoluciones deben darse es en las mentes de las generaciones emergentes. Lo ideal sería nunca tener que recurrir a la violencia para intentar el cambio, la posibilidad de construir un país mejor y alcanzar los ideales frustrados de la revolución mexicana sólo se puede lograr con mentes que proyecten un país distinto al que se nos entregó; irónicamente siempre será más difícil revolucionar una mente que revolucionar un país.

En la revolución mexicana no habrá “grito” y probablemente el país no se inunde con el patriotismo que provoca la celebración de la independencia; sin embargo, sin demeritar el obvio valor de una guerra de la cual nace una nación, la revolución mexicana manda un mensaje claro a las cúpulas de poder y a la sociedad en general: la gente está ahí, esperando de quienes dirigen el país una labor que lleve el interés general en primer lugar, una economía que reparta los beneficios de manera equitativa pero sobre todo un país que brinde a todas las personas las mismas oportunidades. Si esto último no se materializa siempre existirá la posibilidad de que el pueblo se canse de esperar y se atreva en un arrebato de furia a intentar tomar por la fuerza lo que le ha sido negado. Las revoluciones enseñan que la opresión no se puede mantener por siempre, que incluso cuando el pueblo parece haber sido “domado”, el espíritu de emancipación es capaz de derribarlo todo.