jueves, 1 de septiembre de 2011

Cárcel ¿Historia de un fracaso?

 “Sobre un cadalso que allí habrá sido levantado (deberán serle) atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con el que cometió dicho parricidio quemada con fuego de azufre, y sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera y azufre fundidos juntamente y a continuación su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos…” (Foucault, 1976, 11).
El fragmento incluido narra detalladamente el castigo sufrido por Robert François Damiens en 1757 por tentativa de homicidio contra el rey de Francia Luis XV. Cabe señalar que la mención de “parricidio” se debe a que al rey se le equiparaba con el padre; este delito era considerado, en la Francia pre revolucionaria, como el de mayor gravedad pues además del evidente perjuicio causado hacia la víctima, atentaba contra el soberano de cuya voluntad emanaba la ley.  Damiens no logró su objetivo pero eso no impidió que fuera objeto de una espantosa maquinaria de dolor. Este método del castigo resulta, en la actualidad, escandaloso, indignante y por demás cruel. Sin embargo esa forma de castigar tenía detrás de sí todo el desarrollo de una  técnica y una finalidad claramente establecida: la prevención del delito por medio de la exposición pública del dolor; la certeza del castigo, ejecutado a la vista de todos, para así inhibir a cualquiera de cometer una acción similar.
La historia reciente del castigo es una que va de la crueldad sistematizada que se aplica sobre el cuerpo a un método que busca por medio del encierro el reencauzamiento de las conductas: la cárcel. La razón fundamental  del cambio en la forma de castigar fue la necesidad de limitar lo que parecía ser un poder desmedido, un ejercicio despótico del castigo que hacía parecer a los aplicadores de la justicia mucho más crueles que el delincuente. El derecho de castigar no podía continuar siendo ilimitado y arbitrario. Como Michel Foucault apunta (1976) el cuerpo dejó de ser directamente el objeto del castigo y se convirtió en un instrumento a través del cual se castiga al “alma”, a través del cual se priva al ser humano del derecho a la libertad con la finalidad de sujetarlo a una reeducación forzada. El castigo deja de ser ese abominable conjunto de técnicas del sufrimiento y se convierte en la “simple” suspensión de un derecho.
El poder de castigar dejó de pertenecer al soberano, en la figura del rey, y pasó a ser un poder que le pertenece a la sociedad entera, el “por qué” del castigo se puede entender a través de la figura del contrato social, pues el delincuente rompe con las obligaciones contraídas en el contrato y por lo tanto se encuentra sujeto a las consecuencias previstas. El análisis planteado por el presente ensayo versa sobre el “cómo” castigar; problema que, en la actualidad, parece tener una sola respuesta: la cárcel. El encarcelamiento se generalizó como forma de castigo a lo largo del siglo XIX; surgió como una nueva alternativa que hacía ver lejanos los años del patíbulo y del espectáculo público de la tortura. La prisión homogeneizó la forma de castigar, modificó su objeto, cambio sus métodos, y además le dotó de una nueva justificación. La cárcel se planteó una finalidad que para los grandes reformadores del siglo XIX parecía “humanizar” el castigo: la readaptación. La cárcel iba más allá de ser considerada la “consecuencia necesaria” del delito sino que además se “elevaba” por el objetivo que se planteaba.
La privación de la libertad no tuvo desde el principio el objetivo de “readaptar” a los presos, sino que ésta fue una función que se añadió posteriormente. Fue entonces cuando nació la prisión como un aparato que busca reformar al individuo. Se presentan los elementos de la prisión tales como el encierro, la vigilancia, el trabajo y la disciplina como los presupuestos del cambio, como los medios a través de los cuales se convertiría a los y las delincuentes en sujetos “útiles” para la sociedad. La siguiente es una descripción de lo que debía entenderse como las funciones del aparato carcelario: “Debe ocuparse de todos los aspectos del individuo, de su educación física, de su aptitud para el trabajo, de su conducta cotidiana, de su actitud moral, de sus disposiciones; la prisión, mucho más que la escuela, el taller o el ejército, que implican siempre cierta especialización es omnidisiciplinaria. Además la prisión no tiene exterior ni vacío; no se interrumpe, excepto una vez acabada totalmente su tarea; su acción sobre el individuo debe ser ininterrumpida: disciplina incesante.” (Foucault, 1976, 238). La prisión debía ser una maquinaria de transformación, y el delincuente, el sujeto de todas estas técnicas de disciplina con el objetivo de crear una nueva persona con hábitos beneficiosos para la sociedad.  La readaptación como justificación del castigo se incluye en el sistema penal mexicano; el artículo 18 de la Constitución mexicana es explícito: “Los gobiernos de la Federación y de los estados organizarán el sistema penal, en sus respectivas jurisdicciones, sobre la base del trabajo, la capacitación para el mismo y la educación como medios para la readaptación social del delincuente.” Sin embargo resulta evidente para quien tenga una noción o conocimiento apenas somero sobre la situación de la cárcel en México que se está muy lejos de lograr una readaptación de los encarcelados.
Desde que su uso se generalizó las prisiones fueron objeto de diversas críticas. Entre éstas se encontraba su incapacidad para responder a la especificidad de los delitos, aspecto que era utilizado por otros como una ventaja, precisamente la homogeneidad del castigo. Otras críticas apuntaron que carecía de los mismos efectos represivos que ejercía el patíbulo sobre el público. Argumentos que parecen mucho más acertados son esos que señalan su alto costo de mantenimiento, o el hecho de que mantiene a los presos en el ocio y por lo tanto funciona como catalizador de vicios. La cárcel expone a los presos a la discrecionalidad de sus custodios bajo la impunidad de la oscuridad del encierro, generando incertidumbre sobre lo que realmente sucede dentro. Otro argumento convincente es aquel que establece que la prisión no respeta la individualización del castigo, pues sus consecuencias se expanden hacia la familia del preso; tan solo las necesidades económicas que surgen del mantenimiento de un pariente en prisión tienen efectos desastrosos en las familias, que en su mayoría son de escasos recursos. A todos estos argumentos se debe agregar, además, el de la falta de clasificación de los internos e internas que hace de los reclusorios escuelas del delito; muchas veces aquellos que entran por un delito menor terminan, por el inevitable contacto con otros presos, convertidos en criminales profesionales en potencia.
Las condiciones en las cárceles están lejos de ser las idóneas para lograr la “readaptación”. Para noviembre de 2010 la población penitenciaria total en México ascendía a 222 330 individuos, lo que significa, según la capacidad de las cárceles en el país, que existe una sobrepoblación de 40 749 individuos.[1] El hacinamiento aumenta exponencialmente los problemas de la prisión; quienes se encargan del “correcto” funcionamiento de dichos centros ven rebasada su capacidad para hacerles frente. La sobrepoblación obliga, según testimonios reales, a presos a dormir amarrados  de pie por la falta de camas, ya que la corrupción ha hecho de las camas un lujo imposible para la mayoría de ellos. El maltrato a los presos por parte de los custodios, aquellos supuestos encargados de su rehabilitación, y por parte de otros presos, obliga a los internos a vivir en un estado de permanente desasosiego y a entrar en una batalla por la prevalencia. El tráfico de droga y la corrupción que cínicamente se expone en los penales no genera el ambiente de moralidad que se necesita para la verdadera reeducación de los presos. La ociosidad generada por la incapacidad de ofrecer trabajo a todos los internos los entrega a una vida llena de tedio y se encuentra lejos de crear hábitos beneficiosos en el individuo. La realidad de las cárceles está muy lejana de aquella que idealizaban los reformadores del siglo XVIII y XIX.

Para marzo del año 2010, 10 811 de los 40 213 internos en el Sistema Penitenciario del Distrito Federal eran reincidentes, esto da un índice de reincidencia del 26.9%.[2] Según esto, prácticamente uno de cada tres individuos que purga una pena en prisión vuelve a ella, mostrando un fracaso en la readaptación. En otros países el problema de la reincidencia es aún mayor, por ejemplo en Brasil donde se estima que del 70 al 85% de los presos liberados regresa a prisión.[3]Las razones de esa relación de causalidad son variadas y pueden diferir en su naturaleza: el preso considerado como potencialmente menos peligroso termina siendo reclutado por facciones criminales dentro de la prisión con el fin de sobrevivir a la realidad de la vida en prisión y luego regresa a la delincuencia cuando es liberado; el preso es completamente embrutecido por el trato inhumano que recibe y pierde cualquier perspectiva de una vida fuera de la delincuencia; el recluso no recibe formación profesional u orientación para que pueda ganarse la vida mediante el trabajo después de ser liberado...”(Barcellos, 2010).

La cárcel lejos de readaptar a la población carcelaria simplemente genera miles de personas que, una vez liberadas, son arrojadas de nuevo a la sociedad para ser objeto de discriminación; aunque ya no existen penas que impongan marcas físicas sobre los presos ahora éstos son objeto de un distinto tipo de señalamiento que les impide reintegrarse plenamente a la sociedad, son estigmatizados. Además existe el problema de aquellos individuos que, sin hablar metafóricamente, nunca fueron parte de la sociedad, aquellos que viven excluidos y marginados por factores como la pobreza. Ellos y ellas que nunca estuvieron “adaptados” a la sociedad; surge entonces inevitablemente la cuestión ¿Cómo readaptar a quien nunca estuvo adaptado a la sociedad? Es evidente que la mayoría de los internos e internas forman parte de un grupo social relacionado con problemas de pobreza, falta de educación y en general falta de oportunidades. La prisión, entonces ejerce, mayor presión sobre aquellos grupos que desde antes de estar en ella son excluidos de la sociedad. “Cualquier explicación del castigo que le dé un lugar central a la justicia del castigo al ofensor debe enfrentar el problema de si podemos castigar de modo justo a sujetos cuyas ofensas se encuentran estrechamente vinculadas con injusticias sociales serias que han sufrido”(Duff, 1998, 197). Como señala Roberto Gargarella (2010) existe un vínculo estrecho entre la justicia penal y la injusticia social. Todo esto sin considerar la enorme cantidad de gente inocente que se encuentra recluida debido a la ineficacia, corrupción y prácticas ilegales que operan en el aparato judicial.

¿Superó la cárcel realmente al espectáculo público del patíbulo? O ¿Es la cárcel un espectáculo de tortura reservado, por el encierro, para unos cuantos? Precisamente para tratar de dar soluciones a la realidad de las prisiones surge ahora, quizás como surgieron hace más de doscientos años los movimientos “humanizadores” de la pena, medidas alternativas que no implican la prisión forzosa para todo tipo de delitos y por lo tanto las consecuencias negativas en el delincuente. La dicotomía crimen-prisión que tan arraigada está en la conciencia colectiva y en el sistema legal puede cambiar principalmente para crímenes no graves o cuya índole permita otro tipo de reparación del daño. Lo que parece esperanzador para el autor es que aparentemente el desarrollo de las formas de castigar es progresivo. El problema de la criminalidad no es uno que se resuelva con castigos espeluznantes; la mayor batalla contra el crimen tampoco es aquella que se libra en las calles, sino que debería ser un combate a la desigualdad y falta de oportunidades. Es necesario analizar a la población en general y combatir esos factores que inciden en la inclinación de determinadas personas hacia el delito.
Referencias
Barcellos, A. P. (2010). Violencia urbana, condiciones carcelarias y dignidad humana. Recuperado el 20 de enero de 2011, de Yale Law School: http://www.law.yale.edu/documents/pdf/sela/Barcellos_Sp_CV_20100513.pdf
Duff, R. (1998). Law, Language and Community: Some Preconditions of Criminal Liability. Oxford Journal of Legal Studies , 18 (2), 197.
Foucault, M. (1976). Vigilar y castigar, nacimiento de la prisión. México : Siglo Veintiuno Editores.
Gargarella, R. (2010). La coerción penal en contextos de injusta desigualdad. Recuperado el 20 de enero de 2011, de Yale Law School: http://www.law.yale.edu/documents/pdf/sela/Gargarella_SP_CV_20100506.pdf


[1] Según “Estadísticas del Sistema Penitenciario Federal” de la Secretaría de Seguridad Pública publicadas en noviembre de 2010.
[2] Según indicadores de del Sistema Penitenciario del Distrito Federal disponibles en: http://www.transparencia2008.df.gob.mx/work/sites/Transparencia/resources/LocalContent/288/2/FraccIIIIndicadorGest2010SRIADGOB.pdf
[3] Según información del Ministerio de Justicia de Brasil disponible en:  http://portal.mj.gov.br/data/Pages/MJ47E6462CITEMID38622B1FFD6142648AD402215F6598F2P
TBRNN.htm


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